miércoles, 1 de noviembre de 2023

La pistolita asustada de Rosón.

                            

     “El amor es el poder de ver la similitud en 

                                 disimiles”.- Theodor Adorno.



Frente a la vieja tienda yacía una de las doce bancas verdes que circundaban la plaza. La tienda a veces hacía de cantina, a veces de cerrajería y a veces de consultorio del capador de potros. La plaza a veces hacia de plaza toros, a veces de salón de recepciones de los recién casados y a veces de mullido colchón de eventuales amantes que ocultaban sus desnudeces en las profundas oscuridades de la noche.

Rosón sentado en la banca, frente a la tienda, cavilaba desde ya más de una hora soportando el gélido frío de la noche y el frío metálico de la pistola que había hecho el ademán de enfundar en su rollizo dorso. Solo él comprendía el objeto de llevar la pistola de su padre cada vez que salía a la caza de una mujer. Era la misma pistola con que un día engatusó a la muchacha que bailaba como un trompo en una cantina para llevársela a los montes de la periferia del pueblo para revolcarse con ella hasta el amanecer. La misma pistola con la que con el mismo intento, la usó con la enfermera que le clavó el gancho del pendiente en la mejilla hasta hacerlo desistir de sus intenciones febriles.  

Al frente, en la cantina, la algarabía iba diluyéndose con el frío y la discreta huida de los contertulios de Sarita. Ella con rubor el rubor de sus mejillas espoleaba la angustia de Rosón para abordarla, acompañarla, apachurrarla y revolcarse en cualquier confín del mundo que terminaba en la rivera del río. Ni el frío de la noche ni la impaciencia lo hicieron abandonar su puesto de acecho. Sentado en la banca solo temía que alguien, amigo o curioso, se le acercara, le empezara a hablar y echara a perder su plan de sacudir entre sus extremidades a la bella Sarita.

Después de una impaciente espera, por fin, Rosón vio que Sarita sutilmente haciendo un ademán de despedida salió de la cantina. Tambaleándose mientras trasponía la puerta, puso los pies sobre la vereda de piedras y empezó con mucho esfuerzo a desandar lo andado de su casa a la cantina. En ese preciso momento, Rosón se incorporó y simulando un encuentro casual. Echando mano de sus incipientes dotes de poeta le lanzó un piropo de mala muerte, a lo que la bella Sarita respondió con una procaz carcajada. “Rosoncito lindo de mi corazón, estás muy wawa todavía para que andes lanzado piropos a las mujeres hechas y derechas como yo. Pero no me haré del rogar si quieres acompañarme hasta la puerta de mi casa”.
Rosón la abrazó justificando su atrevimiento con el estado de ebriedad de Sarita. “Estás muy mareada, Sarita, mejor te cojo de la cintura, no te vayas a tropezar y te descalabras”. “Oye ñaño, ¿dónde has aprendido a hablar tan difícil? Ya que me has tomado de la cintura, aprovecha para darme un aliento  con un beso tierno para remontar la cuesta hasta la puerta de mi casa”. Rosón no desperdició ni un segundo y se abalanzó a las fauces pintarrajeadas de la bella Sarita y no fue un beso, sino mil besos furiosos, reprimidos, babeantes y oscuros los que le ofrendó en cada tramo hasta la puerta de la casa. 
Llegaron a la puerta de la casa de Sarita, exhaustos y desaliñados, Sarita más ebria de cuando abandonó la cantina de la plaza y Rosón con manchas de carmín en el cuello y marrón del delineador de cejas en sus mejillas. El arrumaco previo no dejó posibilidades de renuncia en ambos de seguir manteniendo la sangre caliente hasta llegar al río de entre las sabanas. “Será mejor que me acompañes hasta mi cuarto, Rosoncito, no vaya a ser que me dé un trompicón en el pedrerío del patio y me descalabre”, dijo Sarita, terminando su pedido con una carcajada. Sus veinte años de más, su experiencia de mujer vieja y su embriaguez hacían que el escenario lo dominara ella, mientras Rosoncito, amante imberbe, se dejaba llevar con cierto temor de ser descubierto galanteando con una mujer que le llevaba por más de 20 años. Si eso ocurriría, sus compañeros del colegio, no cabía ninguna duda, que le dirían “lobo feroz”. Otro temor que no le abandonaba era que se le caiga la pistola que la tenía enfundada en el torso, eso sería confrontarse con su padre, que no dudaría en azotarlo con el fuete hasta despellejarlo.

En el borde de la cama empezó a despellejarla de su ropa, iba sacando cada prenda, dándole un beso azarosamente, a veces en la boca, a veces en el seno o donde encontrara carne cerca de sus labios. Luego, como exasperado, se desprendió de su propia ropa. De pronto, despertó para darse cuenta de que la pistola que había colocado en la mesita de noche junto a la cama no estaba en su lugar. “Sarita, Sarita, ¿dónde está mi pistola? Ya me voy”. “Duerme, carajo, de acá nadie se va hasta que haya amanecido”, dijo Sarita. Esa fue, para Rosón, la noche en que la mitad fue tan corta y la otra tan larga. Al día siguiente, muy sigilosamente, escondiéndose entre los quenuales del patio sorteando eventuales e inquisidoras miradas pudo transponer el umbral de la puerta, feliz y asustado, diciéndose entre sí: “Aúnque me digan lobo feroz, carajo”.