jueves, 15 de marzo de 2012

LAS MAMACHITAS

Ayer he cumplido 16,437 días de vida y no sé si los he vivido todos o por lo menos todos de manera sobria. Sin duda cada uno de esos días están mezclados con la vida de muchos amigos, y que duda cabe parientes, a quienes aprecio sin medida; y hasta cierto punto a partir de ellos es que confió, tengo fe y esperanza que existo. Algunos de ellos me han otorgado el título generoso de “escritor”, cosa que no me lo creo; y otros, mucho más generosos aun, me han hecho entender con diatribas o con un airecito doctoral de una manera muy sutil que no soy lo que los primeros piensan que soy. De modo tal,  que sacando la cuenta debo ser alguien que solo quiere compartir, con ustedes que me leen, algunas historias de nuestro querido Chacas que me cuentan o las escucho a través del recuerdo que me dicta al compás del tenue tañer de la lluvia sobre tejado colorado de mi casa. Una de esas tantas historias que se amotinan en mi mente para salir a través de estas manos perezosas, que por un  mes han estado reacias a escribir, es esta, que quiero compartir con ustedes, con el riesgo que alguien deje de sonreír porque se siente aludido. Pero tranquilo que todo es pura fantasía o invención mía. 
Un muchacho, ex infante de marina con las ilusiones de convertir el verde prado de las propiedades de su padre en productivas tierras de cultivo; donde las papas en floración coquetearan con las frágiles mariposas en vuelo,  los maizales con sus anchas hojas  arroparan las robustas mazorcas del maíz blanco y las espigas de trigo azularan el horizonte en el tenue roce con el viento; llegó de vuelta al pueblo que casi estaba despoblado. Con mucho entusiasmo y poca suerte logró cultivar algunas hectáreas de su heredad. Sin embargo, la poca pero buena producción no calmó sus sueños y siguió, con una tenaz determinación, labrando la tierra que si daba buenos frutos no podía vender y si podía vender no había frutos. Bien dice el dicho: Cuando tengo sed no tienes agua y cuando tienes agua no tengo sed. Así se comporta a veces el destino, pero igual la cosa no iba tal mal.
Sucedió un día que en esta comarca también llegó la ilusión de la democracia en la que todos podemos elegir nuestro alcalde pero pocos tienen cifrado en su destino la gracia de ser elegidos. Casi siempre el pueblo prefiere  al que le hará imprecar por sus desatinos y su soberbia; y casi siempre también el elegido cree que, como le han dicho que la voz del pueblo es la voz de Dios, debe actuar  como Dios; es decir, de acuerdo a su libre albedrío. Pero este no sería el caso de nuestro joven protagonista. El joven ex infante, cuyo padre había sido partidario de una ideología proscrita por la ley y que ahora con los nuevos vientos recuperó su legalidad, casi como otra sucesión paterna adoptó como suya el partido que fuera perseguido por sus ideas de justicia y cambio. En las justas electorales poniendo como portaestandarte su entusiasmo de un destino mejor para todos encandiló a tirios y troyanos con su bizarría, y su facundia que envolvía la ilusión entre letras rimbombantes cual mago que trasforma los sueños en realidades a través de conjuros. Y pues como no podía ser de otra manera ganó las elecciones por un  largo margen a sus opositores que no eran pocos.
Instalado en el sillón edil con el traje ceñido a la medida del tío fallecido hace poco,  empezó a despachar con su inagotable entusiasmo; sin embargo, algunas de sus decisiones se estrellaban contra la dura realidad de la magra finanza de la Alcaldía. Pero no restarían su entusiasmo aquellos trances que el destino a veces nos pone, él seguía adelante con su sueño de justicia que Haya de la Torre  le había heredado a través de su padre.
Un domingo  disfrutaba con los amigos, aprovechando la calma dominical, el amargor portentoso  de unos vasos de cerveza. Estaban allí un policía a quien llamaban “Japallan Cholu”; el gordo “Winshi”; “Wapi”, el ubicuo; “Churu”, el alcalde; un tal Mirko, postulante a voluntario de la “Operazione Matto Groso” y un  primo de este último, una especie de precursor  de rastafari lacio o seguidor de Sanson en estas tierras inhóspitas donde solamente el chisme y de vez en cuando la ventisca levantaban revuelo y polvo. Cuando el sol había traspuesto el meridiano el “Rastafari” vencido por la botella circulando la embriaguez y el sol inclemente se fue a recostar en la cama del burgomaestre.  Casi al instante tocaron las apolilladas y celestes maderas desvencijadas que colocadas en el arco de la entrada de la casa ostentaba el nombre de puerta. Cuando “Wapi” abrió la puerta vio delante suyo a dos primorosas jóvenes que no eran otras que las enfermeras que había conseguido el alcalde que el estado asignara a la Posta Médica de Chacas. Las hizo pasar con un besito en la mejilla y una reverencia interminablemente fingida para ocultar la protuberancia que las hormonas apelotonadas obraban como por arte de magia cada vez que veía a una mujer.
Luego del saludo protocolar, ellas, explicaron al burgomaestre el motivo de tan inusual visita. Sucede que las señoritas venían a exigirle que si quería que se quedaran, el municipio debía brindarles el alojamiento y la alimentación, de lo contrario se irían porque el alcalde de San Luis les estaba ofreciendo dichas gollerías. El alcalde escuchado el petitorio, rompiendo su habitual serenidad, las despacho al quinto infierno con una serie de exquisiteces escatológicas. Las señoritas casi en estado de pánico  y como en estampida huyeron por el empedrado mientras “Wapi” las trataba de retener y “Winshi” exclamaba con desesperación ¡Nooo, a las mamachitas no las botes¡. ¡No por favor a las mamacitas nooo¡. Pero las mamacitas ay siguieron huyendo.
“Winshi” que durante el alboroto de la estampida no se fijó por donde salieron las mamachitas empezó a hurgar en cada uno de los cuartos buscándolas con desesperación y empecinamiento hasta que llegó al cuarto del alcalde en el que vio que un cuerpo grácil con una blonda cabellera yacía en el lecho edil. Sin más apuro que su extraviada búsqueda le producía se recostó junto al cuerpo, que en su delirio creía, de una de las mamachitas.  El rastafari  retornando de un recóndito  sueño despertó cuando notó que un robusto brazo lo ceñía con candor. De un solo codazo el cuerpo que lo apretujaba rodo por el polvoroso suelo. El rastafari se levantó raudo y salió despavorido al patio para anunciar con incredulidad:
“Oye, ese gordo me ha querido friquear”.