sábado, 19 de enero de 2019

UGO, EL MILAGRO QUE NOS HIZO LA VIRGEN.

Foto: Rogger Cabeza

"El viento es viejo, pero aún sopla".

Después de leer y ver todas las expresiones de recuerdo y cariño hacia el padre Ugo, casi siempre acompañada de una foto, me doy cuenta que debo ser uno de los pocos que no tengo una foto con él para ostentarla en el Facebook. De hecho, esta circunstancia por un instante me hizo sentir un poco huérfano. Y hoy, después de esperar que la tristeza y sobre todo la nostalgia que me (nos) envolvió amainara, y haciendo coincidir, a propósito, mi lectura de la “Civilización del espectáculo” de Mario Vargas Llosa quiero rendirle tributo a un hombre que prácticamente cambió la vida de Chacas y de muchos otros pueblos de nuestro país y obviamente de sus habitantes.

Con sinceridad pensé que el Padre era inmortal, físicamente claro; pero se nos murió; y de las tantas cosas que admiramos de él debemos admirar también su sutileza para acostumbrarnos a su ausencia, cuando por razones de salud se asentó en la ciudad de Lima.

Esta nota es un discurrir en el pretérito para básicamente desempolvar de mi memoria los momentos, pocos sin duda, que tuve el privilegio de estar junto al Padre.

En ese entonces, cuando la llegada del Padre, Chacas era un pueblo casi sin habitantes; se sentía en sus calles  desolación que solo a veces era interrumpida por el aleteo de los pájaros que huian  cuando eran asustados por algun transeunte mientras comían los restos descuidados de entre las piedras de la calle. Casi todos nos habían abandonado para irse a Lima, a buscar mejores oportunidades de vida. Si un día veías a alguien en la calle sentías que por un momento fugaz el pueblo recobraba vida, espíritu y movimiento. El tiempo permanecía imperturbable   mientras los pocos niños que quedábamos, sobre todo durante las vacaciones, perdíamos el tiempo lanzando proyectiles a los pájaros con hondas o hurtar las agrias manzanas de alguna hurta ajena en nuestro afán de divertimiento.

La primera imagen que mi memoria evoca del Padre es de una tarde, de esas en las que los rayos del sol penetraban con ímpetu a través de la claraboya circular estallando su luz en la pared de la iglesia, mientras en las quejumbrosas bancas un grupo de niños leíamos con avidez las historias misteriosas, como la de Nicodemo conversando con Jesús, bajo la aguda mirada del Padre, en las inmensas hojas cuché del libro que el mismo nos había regalado para catequizarnos. Era un libro grande a colores que de manera gráfica y elocuente a través de imágenes reseñadas contaba la vida de Cristo, que al mismo tiempo que nos introducía en la doctrina cristiana nos iniciaba también en la comprensión lectora y la narrativa, y que posteriormente me indujo a leer íntegramente la Biblia. De esas historias que leíamos, luego teníamos que escenificar de manera colectiva y con sentido creativo las historias de Lázaro resucitando, Pedro abandonado en su barca de pesca, El Samaritano ayudando al judío asaltado entre otras maravillosas historias. Todas esas actividades eran parte de un concurso por el que accedíamos a premios.

En la infancia se registra imperecedero el gesto que alguien te regale algo, y un juguete es algo inapreciable para un infante. El primer regalo que recibí de una persona que no fueran mis padres cuando niño fue un carrito Volkswagen de plástico azul de la profesora Paulina, el resto de mi infancia casi tuve que jugar con los juguetes de mis primos o con los juguetes que los niños construíamos con mucha imaginación dentro de la escasez de esos tiempos. La segunda persona que me regaló un juguete fue el padre Ugo y fue una pelota Viniball por haber ganado el concurso de la catequesis que luego llegó a llamarse Oratorio. Para mi mala suerte esa pelota, en poco tiempo, delante de mis incrédulos ojos se fue desinflando en el afilado extremo de un vidrio que ostentaba el muro del patio de la escuela a modo de barrera de seguridad.

Un día mientras formábamos en el patio polvoriento de la vieja escuela nos llegó el rumor de que varios de nuestros compañeros dejarían la escuela para irse a estudiar a un taller de tallados que el padre Ugo; quien acababa de llegar para hacerse cargo de la iglesia de Chacas junto a dos otros italianos, la madre Flavia y la Madre Antonela; había establecido. Para el taller había traído además a un cuzqueño que enseñaría el arte de tallar la madera. Muchos sentimos un poco de envidia que no nos hubieran escogido para el taller, pero al enterarnos que la cosa era con internado, sentimos cierto consuelo.

Luego, se produjo un alejamiento de los jóvenes de mi entorno de las actividades de la parroquia; quien sabe porque la edad te imbuye otras preocupaciones u otras motivaciones que mi recuerdo no alcanza identificar. Salvo, el asistir a los rezos para ver las filminas referidas a la fiesta de agosto o participar en las recepciones apoteósicas que el pueblo ofrecía al padre Ugo después de sus periódicos viajes a Italia, nuestra participación era distante.

Después de algunos años de alejamiento, como en la parábola del hijo pródigo, que tantas veces habíamos leído y escenificado, volví a la casa del Padre, en el ejercicio de la profesión docente y participando en un grupo denominado “El grupo de papas” – que era un grupo de apoyo a la labor de extensión comunal del programa de cultivo de papas que tenía la parroquia para los campesinos y cuyo único requisito para acceder al programa era la implementacion de la minca como sistema de trabajo colaborativo- tuve la oportunidad de conversar con el padre. Y en algunas oportunidades como participes de los retiros espirituales que dirigía   de cuando en cuando. En una ocasión, en Yauya, recuerdo que prácticamente me dejó inerme cuando quise justificar mi pretendida fe católica con los argumentos extraídos de los cuentos de Borges. Pagué mi inexperiencia en asuntos de fe con un ejercicio de penitencia desplazándome de rodillas desde la rampa que da acceso a la puerta de la iglesia de Yauya hasta el improvisado confesionario de la iglesia, itinerario que pareció el más largo de mi vida.

La última vez que lo vi fue en el velorio de Coñi en Cieneguilla; cuando me acerqué, me tomó de las manos con sus manos de algodón y me miró escrutadoramente con una ternura indecible para luego preguntarme cómo estaba; no estoy seguro si reconoció al monaguillo que no llegó a ser.

Recuerdo el día que le dieron la nacionalidad peruana, lloró; me conmovió de tal forma que comprendí, que solo ese amor por esta tierra y su gente pudo que este hombre hiciera tanto para cambiar de pueblo fantasma a un pueblo industrioso con posibilidades inmensas de conseguir su desarrollo y prosperidad como lo es ahora. En Chacas, hay una idea muy difundida que la llegada del padre fue un milagro, es posible que así sea. Lo que sí es un prodigio es que la misión del padre Ugo haya crecido tanto y haya sacado de la pobreza a tanta gente. Como también es un prodigio que lo que el estado con tanto dinero no haya podido, el padre Ugo haya podido solo con la ayuda de los voluntarios de la OMG, a pesar de sus mártires y caídos.

Finalmente, lo que descorazona sí, es sospechar que su preocupación más grande, aquella de forjar una cultura alejada de lo que Mario Vargas Llosa llama la civilización del espectáculo, que no es sino la cultura del consumismo, el divertimiento fácil, la ostentación y el libertinaje sin límites sigue ahí inmune; incluso me temo, que esa cultura que tanto reprochó y con tanta angustia se ha entronizado en el pueblo que ayudó a sacar de la anonimia en la estaba sumergido para el mundo.

Por ello, la única forma de rendir homenaje y recordar con coherencia al padre Ugo, como dijo uno de sus discípulos más encumbrados, es siguiendo su ejemplo, las otras formas no serán sino episodios banales o cuando no, fariseísmo puro.

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