martes, 29 de noviembre de 2011

CINTA ROSADA


                               Esa cinta rosada amarrada a la pata de la gallina que la sujetaba del rosal para evitar que escarbe el gras del patio fue cuidadosamente escrita con letras doradas por el pintor más solicitado por las candorosas y presumidas chiquillas que cada fiesta de agosto visitaban Chacas buscando jaleo, licor y distinción. Judita la había hecho pintar con anticipación para asegurarse que fuera la cinta más atractiva, que colgada en el alambre se destacara de las otras por las flores, las letras antiguas de las que llamaban góticas y las fragantes gotas de perfume que le había salpicado.
                               Redmond pensó que había encontrado esa parte que parece que nos faltara en los atardeceres en el que horizonte nos infundiera una soledad insalvable. Su aire arisco, lindante con la rebeldía del pajonal, su sonrisa hechicera, su candidez indescifrable hicieron todo lo que no pudo la palabra, fue como una fogonazo de fuego que encendió y estimuló sus más furtivas glándulas. Apenas la vio supo que ese amor sería rebelde, apasionado, doloroso; pero sublime. En cada fiesta a pesar del sueño que lo perseguía como una condena, tenía que sobrevivir a la noche, al frió que le entraba como veneno adormecedor por entre las piernas entumecidas ya por naturaleza. Un  día en una fiesta llegó al extremo del sacrificio de dormirse debajo del chorro de agua que fluía del caño en el que colocó su cabeza precisamente para no dormirse y asi seguir bailando con quien había conquistado su alma, corazón y vida.
                               Era como una devoción que le tenía, incluso cuando hablaba por teléfono se sacaba el sombrero como expresión de respeto, de amor, de recuerdo y olvido a la paja brava, salvaje e insurrecta que se había convertido para él la linda Judita. Con el cántaro de chicha sobre los hombres, la radiograbadora en las manos y la emoción incontrolable  de ver a su tierna y dulce Judita no sentía ni el dolor en las articulaciones que cada día el frío  y la soledad iban corroyendo. El primer beso que le impregnó en los encarnados labios que siempre los presumió vehementes, y a pesar de los anteojos que se le resbalaron por entre las barandas del balcón en la que la besó, fueron una sensación de conquista  épica donde el cálculo y la táctica surtieron sus efectos. Claro que al día siguiente tuvo que recoger discretamente los benditos anteojos por los que había manifestado la noche anterior su presumido desprecio como signo de ostentación.
                               Ahora viendo las cinta rosadas con letras doradas manchadas de barro  que sostenía las inquietas patas de la gallinas no sabía si sentir  nostalgia o cierta perturbada sensación de satisfacción y de venganza. Sin embargo, recordó  cuanto le había costado ensartar la argolla de la cinta con  la punta de madera sobre aquel frenético y brioso alazán. En fin cosas del destino, su esposa que había eclipsado el recuerdo de Judita no había visto mejor uso de la cinta rosada, la que tanto tiempo lo mantuvo entre bolillas de naftalina, que amarrar a la gallina para evitar que escarbara el pasto del jardín mientras los niños revoloteaban el rosal.
  

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