martes, 22 de noviembre de 2011

KIKUYO


            Abrigado con un gabán que me aísla convenientemente del frio que afuera  debe ser intenso, viendo los cerros cubiertos de una blanda neblina,  la memoria me transporta a una noche fría que con intensión de conceder el  deseo a un amigo enamorado de una joven que vivía en los contornos de Chacas intentamos dar una serenata.
            En épocas estudiantiles la noche, el cigarrillo y  el licor barato eran cómplices de las perrerías, robos de gallinas y demás aventuras. Mientras, algún aficionado a la guitarra acompañaba los extraviados versos de alguna canción que evocaba un amor correspondido u otro inalcanzable, como aquel estribillo: “Las saluisinas son buena mozas, las chacasinas mucho mejor, cuando se sientan las dos juntitas hay mamacita no sé qué hacer”, entonada por la voz estridente de Javico que despertaba el sueño más pesado  del vecino de la bella a quien estaba destinada la serenata.
Así, en una noche fría de marzo un grupo de amigos casi todos estudiantes excepto Dante, ranqueado  guitarrista  y serenatero, bajábamos por la bajada de Cachca con chatas de ron en los bolsillos traseros para afinar la garganta cuando un resbalón en la húmeda pedrería nos descontó dos pomos del fuerte licor. Con el estrépito de la caída de uno nosotros,  Dante, que  con la guitarra  birlada de la sacristía en la mano, canturreaba en afán de ensayo algunas tonadas mientras bajaba tanteando el camino con la intensión de conceder el deseo a Oscar de ofrecer una serenata a la linda prenda de sus sueños; cuando de pronto y de manera inesperada rodó con toda su humanidad sobre la guitarra de la corista de la iglesia haciéndola añicos.  Repuesto de la caída recogió las láminas de madera  de lo que fueron algunas vez las endebles paredes de la guitarra y con toda decisión volvió a su casa a traer otra guitarra.
Entonados con unos sorbos de ron y la nueva guitarra reemprendimos camino hacia la casa de la  enamorada; sin embargo, un enorme charco a lo ancho del camino se opuso como  trinchera infranqueable y no nos permitía pasar. Uno a uno fueron pasando el lodo, adivinando algunas piedras que emergían del cenagal. Cuando intente pasar ayudándome de unas pencas de la ribera del camino mi embriaguez me jugo una mala pasada. Pues me incliné con la intensión de apoyarme de las pencas y el peso del cuerpo me ganó  y rodé por entre las pencas y caí de pie a un terreño inferior  sobre otro lodazal más grande y profundo. Cuando saque mis pies para librarme del barro uno de mis zapatos se quedó en fango. Intente ubicarlo en la oscuridad de la noche pero mis intentos fueron infructuosos, así que pedí ayuda a los serenateros. Algunos de ellos me ayudaron con una cajita de fósforos que encendíamos y en la breve luz de cada palito buscábamos el bendito zapato, pero nada. Mientras tanto  algunos de serenateros debajo del balcón de la moza  lisonjeada turbando el plácido sueño del padre celoso festejaban en cada tonada el amor de Oscar por su amada.
Al fin, después de tanto esfuerzo y de tanta cerrilla encendida encontramos el zapato. Nos reunimos con los serenateros que acaban de concluir la serenata. Subimos a Huaychopampa a seguir la celebración. José, que estaba casi en estado de trance espiritual producto del alcohol solicitó coca, hoja que en ese momento nadie tenía. Sin embargo, no dejaríamos de complacer a un amigo, así que arrancamos unas hojas del kikuyo que crecía a la vera del camino y le entregamos. Tal era su embriaguez que ni cuenta se dio que era kikuyo que empezó con la parsimonia que caracteriza a quien chaccha, una sesión de chacchado, evocando a los dioses y apus para que el amor de Oscar por la linda prima no fuera como el viento breve que corre en los meses de setiembre sino como  la roca eterna en la que sentado masticaba el kikuyo.

1 comentario: