"Hay una ruptura en la
historia de la familia, donde las edades se acumulan y se superponen y el orden
natural no tiene sentido: es cuando el hijo se convierte en el padre de su
padre”.
Por Manuel Roca Falcón.
Ver
a mi padre sacar un pañuelo marrón arrugado del bolsillo posterior del pantalón e iniciar la primera pieza de cualquier baile es pensar
en la proeza que yo, un individuo tímido salvo con unas copas encima, no me
atrevería a acometer. Mi padre, quien se
auto infligió, el mote de “Waktza Garaku”, producto del reclamo a la autoridad
materna de mi abuela quien precisaba de su diligencia para atrapar, llevar y
ensillar los caballos en las frías madrugadas para el uso de la familia , es un
bailarín por antonomasia como diría él, después de unas copas de más. Claro, no
concebía, que siendo de una familia relativamente acomodada hiciera los mandados que en ese entonces lo
podía hacer otro a cambio de una paga; y entonces frente a las constantes órdenes
imperativas de mi abuela expresó: “¿Entonces yo seré Waktza Garaku para ser el mandadero de la
casa?.
Probablemente
a esa época se remonta el nacimiento de su afición por la doma y el jineteo de
caballos que sin duda se afianzó en la temporada que hizo de domador en la
hacienda de Paramonga. Aun cuando mi valoración es de hecho subjetiva por mi condición
de hijo, mi padre es uno de los más destacados domadores de caballos de Chacas y de estos
lares, el más temerario, de los que tenga memoria y conocimiento. Un día
por ejemplo, mi primo Venshi le trajo un caballo para que lo domara; caballo que
tenía la fama de haber matado arrojando por los aires en caminos estrechos, al
despeñadero, a los dos domadores que intentaron amansarlo. Ese caballo, un día, en su intento de
despedir a su jinete; mi padre, se encabritó y partió desbocado por entre las
chacras del barrio de San Martin y saltó por sobre las pencas varios metros de
pendiente resultando en el campo de Huaychopampa, pero el jinete siguió ahí
prendido de su lomo.
Mi
padre, fue y es lo que se diría un mil oficios. Desde que tengo memoria fue el
amansador de caballos. Fue el herrero al que recurrían los caballeros como
cuando ahora recurren los conductores a una llantería por la avería de una
llanta. Mi padre fue el capador del pueblo, aunque el más memorable será de
hecho don Factor “cuchi capador”.
Mi
abuelo Próspero fue un hombre inquieto, así que un día dijo que se haga la luz eléctrica
en Chacas, montó una hidroeléctrica (casa fuerza lo llamábamos) y dio el servicio
de luz eléctrica a los pocos vecinos que, en ese entonces, éramos en Chacas. Así que mi padre, en esas
circunstancias aprendió también el oficio de electricista. Cuando la hidroeléctrica del abuelo fue desmontada en un
desvarío febril de mi tío Estenio; mi padre siguió siendo electricista al
servicio de sus eventuales parroquianos. Ya lo veía entonces con la escalera a
cuestas en plena fiesta patronal cambiando los fusibles quemados del
trasformador por la sobrecarga eléctrica, efecto del sobreconsumo de los
visitantes.
Hasta
ahora se dedica a la chacra, y no he visto un hombre tan leal al campo, que aun
cuando puede cosechar menos de lo que siembra siempre está pegado a la tierra,
a Chucpín, lugar de profusas recordaciones, del que sube con la persuasión de
que sus 81 años le dan la experiencia necesaria para superar la cuesta que
siempre ha remontado.
Este
es un intento de homenaje, a mi padre, padre del que no hubiera pretendido que
fuera diferente, tal vez solo que sus borracheras sean menos festivas. Un padre, aunque yo lo pretendía evitar, que
postergaba el desayuno para atender la descompostura de una silla de algún
vecino o pariente que se lo requería o para atender cualquier otra exigencia. Aunque yo reniegue siempre, ahí en el patio de
la casa vieja está sentado escuchando los lejanos huaynos quien sabe para estrenar
pañuelos de arrugas añejas.
Articulo publicado en El Pregonero del año 2015.