Sobre
los avatares de un oficio
Estar sentado
atendido en la peluquería no es solo un momento de peculiar cuidado de la
presentación personal, sino también ocasión propicia para confesiones de toda
laya con inesperadas y divertidas consecuencias.
Por Manuel
Roca Falcón
Uno
de los artesanos más cotizados en los pueblos de nuestra serranía ha sido, es y
será el peluquero. Es un oficio que implica cierta pericia para esquilar el
cabello de los seres humanos cuyo propósito tiene que ver con la higiene,
básicamente, y la estética, eventualmente. En Chacas hemos tenido peluqueros de
diversa laya; como aquellos herederos de la estética nazi, dentro de los cuales
podemos encontrar al peluquero errante a quien llamábamos “Bok, Bok alemán”,
dentro de los cuales estaban también mi padre y el tío homónimo de mi padre. Había
también aquellos que traían la onda moderna, y de ellos es inevitable recordar
la efímera existencia de la peluquería Baber Shop, de nuestro finado amigo
Rigoberto Amez, que en sus correrías por la costa había aprendido aquel oficio
riguroso de barbero. Dentro de esa onda existió, durante mi época escolar, la
peluquería de don Samuel Pajuelo, viejo oficioso de quien decían tenía siete
oficios. (Un paréntesis: como su esposa apellidaba Villachia, a sus hijos los bromeaban
en la escuela con la frase: “Ya se jodió Pajuelo, se perdió mi billa chica”).
Durante mi época escolar, el peluquero más
requerido era don Samuel Pajuelo, hombre curioso y emprendedor que instaló una
peluquería en los predios de Cachca en cuyas instalaciones uno podía ver un
inmenso espejo que reflejaba el cuerpo entero de sus eventuales clientes y un
inmenso sillón giratorio, más parecido a una silla de dentista, que a primera
impresión inspiraba temor. En aquel paquidérmico sillón soportando
eventualmente un jalón de mechas producto de un diente roto de su roída máquina
de peluquear, esperamos la ejecución de aquel corte cuadrado que había traído
como novísima moda a estos alejados dominios olvidados hasta por Dios. Al
frente estaba, como recordándonos el pago inmediato de las monedas que
tintineaban en el bolsillo, aquel antiguo cartel colgado de un clavo donde se
leía: “Yo vendí al crédito, yo vendí al contado” mostrando a un hombre delgado
derrotado frente a otro rechoncho que, con las manos en el tirante, se mostraba
pletórico de éxito.
Las peluquerías en cualquier lugar son y han
sido si no el centro neurálgico del rumor y el chisme, por lo menos del
comentario y la sana recomendación. Un día, un parroquiano de Vizcas se hacía
esquilar la crecida cabellera mientras intercambiaba comentarios sobre la
escuela y el rendimiento escolar. Le comentaba el preocupado vizcasino de las
frustraciones que le ocasionaba su menor hijo estudiante del colegio con notas desaprobatorias.
Ante lo cual el peluquero le comentaba la importancia de una buena alimentación
para el buen desempeño de los alumnos. Sobre esa aseveración, el descontento
campesino le replicó: “Don Samuel, alimentación no creo que sea, porque imagínese, este año ya
nos hemos comido dos portolas”, provocando una hilaridad contenida del viejo
peluquero, que solo atinó a arquear el entrecejo.
(Publicado en "El Pregonero" del año 2013)